25 – LIBRANDO NUESTRAS PROPIAS BATALLAS

Sí, las sospechas de los médicos eran ciertas. Krystal tiene cáncer. Le esperan unos meses duros y yo voy a estar con ella. Si me deja. Una operación, radio y quimio. Un año complicado, pero con un alto porcentaje de éxito. Esperemos que ella se encuentre entre ese número elevado y, si no es así, procuraré que su proceso sea lo más llevadero posible. No quiero ponerme en lo peor, pero, debido a la maldición que rodea a todos aquellos a los que entrego y me entregan su corazón, como si quererme fuera un castigo, no las tengo todas conmigo. Sin embargo, como siempre he hecho, me guardo mis miedos y mis inseguridades para mí mismo, me las trago aunque sean difíciles de digerir.

La operación coincide con mi cumpleaños, ese que trato de ignorar desde los ocho años. Espero que esta vez tengamos algo que celebrar. Llevo desde el día en que la informaron del diagnóstico viviendo con Krystal, con la niña, a la que trato de evitar todo lo posible, poniendo de excusa el Sanctuary, y con su tía, que se ha trasladado para echar una mano en todo lo posible, especialmente en la parte de la que yo no puedo hacerme cargo.

Durante este tiempo hemos hablado mucho, entre roces y caricias, buscando el contacto que durante casi un año nos hemos negado, pero que ambos necesitamos como el respirar. Ella verbaliza sus miedos a la vez que me insta a que supere los míos y me abra a la amistad con Ronnie, después de que le haya contado lo que pasó entre nosotros.

Ahora mismo, son las cuatro de la madrugada y ella duerme acurrucada sobre mi pecho con una de mis camisetas viejas como camisón, mientras no dejo de cantarle al oído, con mis manos recorriendo su espalda. Mi cuerpo se resiente por las horas que llevo en la misma postura, pero lo ignoro. No voy a moverme ni un puto milímetro y jugármela a perturbar su descanso después de lo que le ha costado dormir. Dentro de unas horas la bajarán al quirófano. Está asustada y nerviosa, pero podrá con esto, juntos podremos hacerle frente, juntos somos más fuertes.

Por suerte, la operación ha ido bien. Krystal sigue algo adormecida por efecto de la anestesia e intercala pequeñas siestas con periodos en que está más despierta. Yo no me he separado ni un puto segundo de su lado desde que la han subido de la sala de despertar. Es media tarde y comienzan a llegar las visitas, en especial, una que sé que mi chica espera con ganas, la de su hija.

—¡Zoe, cariño! Ven a dar un abrazo a mamá —la saluda Krystal con una sonrisa de felicidad que barre cualquier resquicio de cansancio.

—No, no quiero —contesta la niña, dejándonos a todos los presentes perplejos y tira de la mano de Shauna para salir de la habitación—. ¡No quiero! ¡Quiero irme a casa!

Veo como un dolor lacerante vela su rostro con un manto de humedad y, sin pensar muy bien lo que hago, trato de mitigarlo.

—Ven aquí, gatita —ordeno en tono neutro. Pretendo sonar autoritario, pero sin asustarla. El apelativo cariñoso que empleaba con mi hermana me sale solo.

La niña se queda enredada en mi mirada y, como si esta tirara de ella, se va acercando hasta mí. Cuando la tengo al alcance, la cojo por debajo de las axilas y la siento sobre mis piernas. Olvido que se trata de mi hija, que me da pavor acercarme a ella por culpa de los demonios que me persiguen. Durante unos minutos los dejo encerrados bajo llave en una prisión en lo más profundo de mi ser y me centro solo en arrancar la tristeza de mis ojos verdes favoritos.

»¿Ves esto de aquí? —digo señalando el gotero—. Es como un cargador de batería, como en los móviles, mamá la tenía un poco gastada y se la están recargando, pero para ello necesitará quedarse unos días aquí.

La pequeña parece convencida con mi versión y la acerco más a Krystal hasta que madre e hija entran en contacto, desterrando así todos los temores infantiles a lo desconocido.

—¿Cuidarás de mamá? —me pregunta Zoe cuando empiezo a echar a todas las visitas de la habitación para que Krys pueda descansar. Asiento afirmativamente y me regala un abrazo espontáneo que me deja momentáneamente descolocado y sin respiración.

Una vez que nos quedamos a solas, vuelven las caricias cadenciosas y las confesiones a media voz. Me desnudo otro poquito más ante ella, aunque ya poco hay en mi interior que no conozca. Hace mucho que se abrió hueco, escarbó entre las grietas de mi muro para colarse hasta el fondo, hasta rozar mi alma, hasta ganarse mi corazón.

No me separo de ella durante los tres días que dura su ingreso, salvo en un par de ocasiones en las que me marcho a casa para darme una ducha, cambiarme de ropa y meterme algo que me ayude a soportar las quejas de mi cuerpo por soportar tantas horas en el sillón de tortura reservado a los acompañantes. No me enorgullece, pero tengo que hacerlo para seguir al pie del cañón y cuidar de ella.

Ya ha superado el primer escollo del camino, sin embargo este es largo y cada escalón que asciende, le roba un poquito más de energía. A pesar de ello, sus ojos verdes, aunque cansados, me aseguran que no va a rendirse, es toda una luchadora.

Mientras ella libra su propia batalla, la mía no me da tregua. Vuelven las pesadillas, vuelve esa necesidad enfermiza de querer huir, de querer alejarme para no añadir una gota más de sufrimiento a un vaso demasiado lleno, pero ella no me deja. Pese a la mochila pesada que lleva a sus espaldas, aún tiene tiempo para ayudarme a lidiar con mi carga.

—Tyron, mírame —me ordena en una de esas veces en las que me hallo perdido dentro de mis pesadillas y su voz me muestra el camino de regreso hasta ella—. No es real. Lo real es esto, lo real somos nosotros. No dejes que el pasado venga a destruir lo que tenemos.

Repito la frase como si fuera un mantra y gracias a eso, le hago frente y consigo controlar la situación.

—Te quiero, te quiero más que a mi vida, no puedo hacerte daño —añado de mi propia cosecha.

—Y solo me harías daño si te vuelves a marchar. Quédate conmigo.

Y lo hago, me quedo con ella, la acompaño en este duro proceso que tiene por delante, me convierto en su principal punto de apoyo, aunque algo resquebrajado, la sostendré siempre.

Justo un par de días después de que su —nuestra— hija cumpla tres años, tras unas semanas para recuperar fuerzas tras la intervención, Krystal se enfrentará cara a cara con su siguiente contrincante en su particular guerra, el tratamiento de radioterapia.

Este año vuelvo a intentarlo, a ver si no la cago como en ocasiones anteriores. El acercamiento con la cría que tuvo lugar en el hospital quedó como algo anecdótico fruto de no pensar lo que hacía y de dejarme guiar por algo mucho más importante que yo, pero he vuelto a tomar distancias.

La víspera, ayudo a Krystal a convertir la casa en un auténtico paraíso para una niña de tres años, con globos de diferentes colores y una enorme pancarta.

La pequeña se levanta como un auténtico terremoto y reparte besos a su madre y a su «abuela» que es como conoce a Karen, la tía de Krystal. A mí me dedica un simple «Hola» a cierta distancia. Parece que tenga un sexto sentido que le lleva a respetar ese espacio que interpongo entre nosotros o quizá sea muy lista y me tenga miedo, tal vez pueda ver el monstruo que albergo en mi interior.

—Feliz cumpleaños, Zoe —consigo articular tras revolver incómodo en la silla que ocupo.

Todo un logro para mí. La niña me mira, con cautela, con curiosidad, y esboza una sonrisa que roza una parte rota de mi interior, haciendo que sangre de nuevo, al mismo tiempo que resulta sanadora. La sensación resulta tan agradable como turbadora y, tras el debate entre ambas, busco una ridícula excusa para marcharme.

Vuelvo de noche, cuando calculo que la cría está ya dormida, pero no tengo en cuenta el factor «sobredosis de azúcar» y eso que un adicto como yo, debiera haberlo tenido presente. La encuentro saltando en el sofá con un disfraz de hada o algo parecido mientras su madre trata de poner orden.

—Tú eres el de la tele, ¿verdad? —me pregunta, manejando el mando como una experta hasta que un videoclip de los Cursed Angels aparece en pantalla y yo asiento—. ¿Sabes? Mamá a veces te veía en la tele y se ponía triste. Pero ahora está mucho más contenta. Yo creo que te echaba de menos.

Krystal y yo cruzamos las miradas, la culpabilidad cayendo de nuevo sobre mis hombros y la necesidad irrefrenable de paliar todo el daño que le he ocasionado desde que nos conocemos. Me haría falta más de una vida para hacerlo, por lo que opto simplemente por pasar un brazo sobre sus hombros, atraerla hacia mí y besar su frente con cariño.

Por fin parece que las pilas de la pequeña Zoe se han agotado y duerme apoyada sobre las piernas de su madre. Yo sigo acariciándola con suavidad perdido en la serenidad que me provoca su contacto y su respiración relajada. Alargamos el momento para embebernos de esta estampa tan familiar. Sin embargo, en cuanto lo pienso, vuelvo a tensarme. Krystal debe notarlo, porque enseguida rompe el silencio que nos rodea.

—¿Puedes llevarla a su cama? Yo no puedo coger peso —se excusa.

Leo en sus ojos que, dado mi historial, le cuesta horrores tener que pedirmelo, pero sin siquiera contestarle, me incorporo y cojo a la pequeña entre mis brazos, con mucho cuidado, como si fuera un objeto frágil que pudiera romperse ante mi contacto.

La deposito en su cama. La pequeña se abraza al peluche que yo mismo le regalé hace un año, ese tan similar al que tenía mi hermana y su madre la arropa.

—Hasta mañana, Tyron —musita adormilada.

El «Descansa, gatita» que le hubiera dedicado a esa otra Zoe por la que ella lleva el nombre, me sale solo.

Krystal me abraza por la espalda y nos quedamos unos segundos contemplándola dormir. No es que no quiera a esta niña, no es que rechace a mi propia hija, al contrario, la quiero tanto que jamás me perdonaría hacerle daño. Tengo pánico a que los genes de mi padre que corren por mis venas y que intento contener despierten un día y me conviertan en el monstruo del que tanto empeño he puesto en huir.

SIGUIENTE CAPÍTULO