MÁS FUERTE QUE EL OLVIDO

Me levanto de la cama. Cada día me cuesta más. Ya ha pasado otro año. Y ya son cuarenta, aunque estos últimos doce meses han sido especialmente complicados. La dejo dormir un poquito más, mientras pongo una cafetera al fuego.

Cuando ya lo tengo listo, vuelvo a la habitación a buscarla. Le ayudo a calzarse y a vestirse. Ella me mira, me sonríe.

Duda, durante un segundo y tuerce el gesto. Creo que hoy tampoco se acuerda de mi nombre y eso la pone nerviosa. Acaricio su mejilla, con ternura hasta que destensa su mandíbula y regresa su sonrisa.

Desayunamos a solas, en silencio. Tengo que ayudarla con la taza de café, su pulso a veces falla y la medicación todavía tardará un rato en hacer efecto. Limpio con una servilleta los restos de migas de su boca y aprovecho para besarla. Ella se sonroja. Cuarenta años después y sigue sonrojándose con ese gesto.

La llevo al baño y después la siento en su sillón favorito, frente a la ventana, con el mar de fondo. Me siento a su lado, sujeto su mano y nuestros ojos se pierden en el horizonte, mientras, de fondo, suena una música suave.

Nuestros invitados de lujo no tardan en llegar. Tres jóvenes entre 15 y 20 años me abrazan efusivamente y se acercan a ella. Le dan un beso en la frente y se sientan a su alrededor, disfrutando de su compañía. No hacen falta palabras, solo que todos respiremos el aroma a hogar que nos envuelve.

—¿Sabes? Yo un día conocí a un chico que se parecía a ti, era muy guapo… —habla de pronto ella, dirigiéndose al más joven de los tres. El mar siempre le templa y rescata imágenes que quedaron perdidas en el fondo de su memoria. Ya no se acuerda de que acabó casándose con ese chico, ni tampoco que ese chico de quince años a quien se lo dice, es su nieto.

Mi hija manipula el equipo de música, buscando una canción. Yo me acerco hasta la adorable ancianita y le tiendo la mano para que me acompañe en este baile. Reconoce la música, sus ojos brillan con las primeras notas.

Fue la misma canción que bailamos cuarenta años atrás después de darnos el «Sí, quiero». Ese «sí, quiero» que me repito cada mañana cuando despierto a su lado, ese «sí, quiero» que me repite su emoción cuando las palabras le fallan.

Nos mecemos torpemente al ritmo de la música, perdimos la agilidad hace tiempo, pero lo seguimos haciendo con el mismo sentimiento que entonces. No, quizá ese sí que ha crecido a lo largo de los años.

Ella no se acuerda de mi nombre, pero sí sabe que la quiero. Ella no pronuncia mi nombre, pero yo también siento que me ama.

¿Quién nos iba a decir que los dieciséis años que nos separan, esos que supusieron tantos problemas en su día, hoy me permitirían cuidar de ella?

 

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