DEMONS

Percibo que no soy el único de mi especie en cuanto entro al local. Se respira un olor a azufre indetectable para los humanos, pero muy evidente para nosotros, los demonios. Busco su origen deslizando mis ojos por todos los presentes hasta que lo identifico. No me cuesta hacerlo, irradia una especie de aura de superioridad que lo hace destacar por encima del resto de los mortales.

Él también ha detectado mi presencia y sus ojos me buscan. Quiere descubrir quién ha invadido sus dominios, quién osa penetrar en un terreno prohibido. Deja de asolar los labios de la hembra que tiene desmadejada entre sus brazos, sometida totalmente a su voluntad, y su mirada impacta contra la mía.

Un fulgor rojo brilla en sus pupilas, perfectamente disfrazadas bajo una apariencia humana. Nos contemplamos de arriba abajo sin disimulo. Nos estudiamos como si nos estuviéramos tomando las medidas y nos retamos en silencio. El miedo no entra dentro de nuestras cualidades donde sí que hay cabida para la soberbia.

—Ven si te atreves, demonio. —Leo la amenaza en sus labios y, torciendo mi gesto hasta formar una sonrisa, avanzo un paso en su dirección.

Él también ríe, se da cuenta de que se ha topado con un igual. Ambos sabemos que lo más probable es que solo uno de los dos salga con vida de aquí y creemos ser el afortunado. ¿Quién se equivoca? No tardaremos mucho en descubrirlo.

Camino con decisión hasta llegar a su altura, atravesando un pasillo que se abre entre la gente que se aparta al percibir el calor que emana de mi cuerpo. Me sitúo frente a mi análogo, con la humana entre nosotros, de espaldas a mí, y me incluyo en la particular fiesta sin ser invitado.

Coloco las manos sobre sus caderas y me pego más a ella. Si mi intromisión la ha sorprendido, no da muestras de ello. Deslizo la lengua de forma lasciva trazando la curvatura de su cuello. La mujer recibe mi saliva con un gemido, parece ser que el otro demonio no es suficiente para complacerla y anoto un punto a mi favor.

Mi contrincante no se queda atrás, responde tirando con fuerza de su camiseta, que se rasga en dos como si se tratara de una simple hoja de papel, y nos muestra un sugerente escote, enmarcado por un sujetador de encaje que también nos sobra. Su boca vuela hacia ese punto, muerde, succiona y tortura sus pezones a través de la tela. La hembra se retuerce de puro placer entre nuestros brazos y se funde en el fuego del mismísimo infierno de nuestra lujuria. Me gusta lo que veo, ser espectador y protagonista al mismo tiempo, y mi erección se clava en la parte baja de su espalda.

Desabrocho el cierre posterior del sostén y brindo sus tetas en ofrenda a mi rival que, por unos minutos, se convierte en mi aliado. Las amasa, se las lleva a la boca y las degusta mientras ella busca más fricción con mi cuerpo. Me devuelve el favor arremolinando la falda de la humana a la altura de la cintura y haciendo que sus bragas desaparezcan en el suelo. Un culo firme y redondeado aparece ante mis ojos y se me hace la boca agua.

Mis pantalones, los del otro demonio y nuestra ropa interior enseguida quedan a la altura de los tobillos. Separo las nalgas de la mujer y restriego la punta de mi falo contra su abertura posterior. Antes de conquistarla, doblo un poco las rodillas para lubricar la polla con la humedad que no me cabe duda de que exuda su sexo a estas alturas y, al hacerlo, rozo de manera casual la verga del otro demonio que pretendía lanzar su invasión por el frente.

Una potente descarga eléctrica nos atraviesa. Y digo nos porque la mirada de incredulidad de mi congénere me demuestra que él ha experimentado algo muy similar. Sobre nuestras cabezas se ha gestado una tormenta y el choque violento de las nubes ha generado un rayo que incide directamente sobre nosotros y que se extiende abarcando hasta la última molécula de mi ser.

Los ojos del otro demonio se vuelven fuego líquido, se clavan en mí, obscenos, me abrasa con ellos y yo solo quiero que me queme. Un deseo desconocido y sobrehumano se abre camino a través de mis entrañas y mi único propósito en este momento es satisfacerlo.

La humana, mucho más endeble que nosotros, no puede resistir su llamarada y se vuelve cenizas. Su entretenimiento de pronto nos sabe a poco, insulso, descafeinado. Nos resulta del todo insuficiente y se vuelve un estorbo. Enseguida pierde todo nuestro interés y la desechamos a un lado, como si fuera un despojo, antes de que nuestras bocas colisionen como dos putos trenes de alta velocidad sin control. Quiero explorar esa intensidad desmedida que me vibra en cada poro de mi piel por un simple roce fortuito, necesito volver a sentirla. Choque de labios, dientes que muerden y lenguas exigentes que batallan en una lucha que parece no tener fin.

Mi mano se cierne alrededor de su cuello, rodea su garganta y aprieto mientras nos devoramos como dos animales famélicos que acaban de descubrir su comida favorita. El agarre dificulta el paso del oxígeno hacia sus pulmones, no lo va a matar, no es tan fácil acabar con alguien de nuestra especie, pero me enardece saberme en momentánea superioridad. Al parecer, mi dominación surte el mismo efecto en él. Me lo dice su respiración agitada, que no se debe solo al intento de asfixia, el jadeo que exhala y que se filtra al interior de mi boca y el respingo de su miembro que vuelve a acariciar el mío.

Sin tratar de liberarse del cepo de mis dedos en torno a su cuello, me empuja con brutalidad, arrollando mi cuerpo con el suyo hasta que mi espalda impacta contra una pared. Se arrima todavía más a mí y nos envuelve el mismo fuego que se alimenta de nuestras ganas, como un incendio descontrolado.

Nuestras pollas se enfrentan, como dos largas y duras espadas que entrechocan, se frotan y se restriegan creando nuevas chispas que se añaden a la hoguera. Cada uno continúa el combate empuñando el arma contraria con maestría. Mi mano parece fundirse con la carne ígnea de su falo, mientras la suya consigue que se incremente aún más el tamaño del mío, si es que esto es posible, con una tensión que se extiende por el tronco y me encoge las pelotas. Joder, estoy a punto de correrme.

Huyo de ese orgasmo inminente y caigo de rodillas frente a él como si me hubiera derrotado, pero en lugar de presentarle mi rendición, engullo su miembro y lo llevo hasta el mismo punto de excitación en el que me encontraba yo hace unos instantes y que se mantiene bordeando la cima gracias a los gruñidos guturales que escapan de su garganta y a los envites de su pelvis contra mi boca, contrarrestando mis movimientos.

Esta vez soy yo quien cuenta con ventaja y no puedo evitar mostrar una expresión de suficiencia. Su cuerpo se contrae, se inclina hacia atrás y, cuando estoy a punto de saborear las mieles de la victoria —nunca mejor dicho—, se deshace de mí con tanto ímpetu que caigo al suelo

Se abalanza sobre mí sin dar tiempo a que me incorpore. Cae como un depredador sobre su presa y la contienda prosigue sobre esta superficie. Quiero inmovilizarlo para hacerlo mío, quiero volver a apoderarme de su boca, quiero ser yo quien lleve la voz cantante y él no se queda atrás en sus pretensiones. Ninguno de los dos se lo vamos a poner fácil al otro.

Rodamos por el suelo propagando las llamas que arrasan con todo a nuestro paso, mientras nuestras bocas prosiguen con su fiera batalla. Consumen la música del local, calcinan al resto de la gente que teníamos a nuestro alrededor y desintegran todo lo que no sean nuestros cuerpos enredados que arden incandescentes.

Derriten la piel humana que camuflaba nuestro aspecto real y la ropa que la cubría. No somos muy diferentes de ellos, tal vez algo más corpulentos y musculados, pero con la misma apariencia. Nos diferencia nuestra piel, más gruesa y oscura, nuestros brillantes ojos color carmesí y la cornamenta que nace de la raíz del pelo.

Tras unos minutos en los que su saliva y la mía se han convertido en el mismo líquido, me proclamo vencedor, o quizá sea él quien me otorga la victoria. Quedo tendido sobre él, que yace de espaldas y ha dejado de oponer resistencia y se dedica únicamente a morderme el cuello.

Me separo lo justo para poder incorporarme y tener una mejor perspectiva de su cuerpo. Mi pecho, agitado por el esfuerzo y la excitación, asciende y desciende con brío. Su respiración también está entrecortada. Dobla las piernas, las separa para dejarme hueco entre los muslos y comienza a masturbarse para mantener su más que firme erección mientras me observa, incitante, con una sonrisa ladina.

Me sitúo de rodillas y vierto una generosa cantidad de saliva sobre mi mano. La esparzo sobre mi falo y deslizo los dedos sobre su longitud al mismo ritmo que marca él.

—Ven si te atreves, demonio —repite las mismas palabras con las que me ha recibido hace ya una eternidad y, como en la primera ocasión, obedezco.

Tiento con el glande su abertura y la humedezco con mi saliva. Lo fuerzo a que doble aún más sus piernas, elevo una sobre mi hombro, para tener un mejor acceso y me posiciono junto a su entrada. Ayudado por una de mis manos, empujo, venciendo esa primera resistencia que ofrece a mi intrusión. Ruge, a medio camino entre el dolor y el placer y el sonido reverbera en mis oídos haciendo que me estremezca.

Su estrechez me estrangula hasta tal punto que hace que me vuele la cabeza. Voy abriéndome paso, despacio, sintiendo como sus carnes se dilatan para darme cabida. Y aquí acaba mi contención. Sus uñas desgarran la piel de mis glúteos y me espolean para que incremente el ritmo.

Embisto contra él como un toro bravo, una y otra vez, tratando de llegar todavía más adentro. Nuestros cuerpos chocan, húmedos por las gotas de sudor que impregnan nuestra piel, cada vez más rápido, cada vez más fuerte. Adoptamos una cadencia frenética, casi violenta hasta que estallamos. Él lo hace décimas de segundo antes que yo, el semen se vierte sobre su abdomen, como la lava fundida de un volcán en erupción. Una última estocada final y un aullido que abrasa mi garganta acompaña la descarga de energía que me atraviesa de pies a cabeza y me parte en dos. Me quedo seco y vacío, pero satisfecho, tras haber saciado un hambre que ni siquiera sabía que existía.

Nos ponemos en pie, desnudos, con el fuego todavía lamiendo nuestra piel sin que sus llamas puedan llegar a afectarnos. Nos retamos de nuevo con la mirada, muy cerca, tanto que su frente casi se apoya sobre la mía y nuestros labios podrían volver a besarse.

Sin mediar palabra, cada uno se gira en dirección opuesta y nos alejamos, sin mirar atrás, como los desconocidos que somos y como si con nuestro encuentro no hubiéramos creado un nuevo infierno.